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sábado, 24 de agosto de 2019

Andenes


La oscuridad de aquél campo sólo era interrumpida por una brillante luna, que ajena al movimiento del mundo se erguía firme y despreocupada amparando con su luz a todas las criaturas que habitaban en aquél páramo. El silencio se rompía con un sonido estridente que provenía de las vías de tren que atravesaban aquella inmensidad. Un hombre dejaba caer su cabeza en ese instante sobre la ventanilla, meciéndose entre la vigilia y el sueño, acunado por la luz de la luna y el traqueteo del tren. Sus ojos le pesaban pero el sueño nunca llegaba.  Podía ver los árboles y las sombras de la noche mezclándose ante sus ojos, confundiéndose con el reflejo de la luna sobre la ventana. El sopor llegaba lentamente, la tensión de su rostro desaparecía y sus hombros se relajaban. El último pensamiento que se deslizó en su mente fue la esperanza de que ese fuera de verdad su tren, que la llegada de un nuevo día trajera consigo lo que tanto tiempo estuvo buscando, esperando, deseando. Aunque quizá fuera sólo una noche más entre vías, andenes y tiempo perdido.

El día que siguió, bajó del tren una vez más, dejándolo atrás como tantas otras veces lo hizo, como seguiría haciéndolo.  Se sentó en un banco, y esperó. El frío le atenazaba, el vello de sus brazos se erizaba. No llevaba maletas, sólo un billete de tren y 50 dólares en el bolsillo. No necesitaba mayor equipaje que el que ya pesaba sobre su conciencia. Repasó con su mirada el horizonte, esperando encontrar algo. Sólo esperando. Esperaba verla bajar las escaleras mecánicas, quizá con una sonrisa, quizá con sus cabellos rubios precipitándose en cascada sobre sus hombros y su espalda. Pero por esa escalera sólo descendían personas sin rostro,  seres fugaces que sólo se cruzaban en su amarga travesía para subrayar su decepción. Ese no era el día. Aún no había subido a su tren.

Durante esa mañana caminó a lo largo del andén, sin rumbo, sintiéndose estúpido y vacío. Observaba a la gente yendo de un lado a otro, veía familias felices discutir, jóvenes trajeados empezando sus vidas, equipados con un traje a medida y una sonrisa henchida de esperanza y ambición. Veía a hermosas madres acunar a sus retoños, y a ancianos guiados por sus sucesores, orgullosos de su legado, de su particular huella en el mundo. Mientras tanto, él sólo era un fantasma deambulando sin principio ni fin entre todas aquellas historias. Siendo espectador de ese instante que sólo era un pequeño paréntesis en sus vidas, mientras él se encontraba en un punto muerto, en un universo paralelo, al margen de todas aquellas personas, que seguían el flujo de su historia. Él sólo esperaba.

Sin embargo, aun siendo poco más que intruso en un espacio y un tiempo que hacía mucho que no le correspondían, de alguna manera encontraba su hogar en la enajenación, en el desamparo, pues en lo más hondo su corazón,  sabía que ésa era la sala previa a la consecución de sus esperanzas. Tan sólo era otro día más deambulando a lo largo de los andenes abarrotados y vacíos al mismo tiempo, sí, pero pronto dejaría de serlo, lo presentía. Podía notarlo a través de sus carnes, a través del ambiente, de las miradas de los transeúntes, que le dedicaban una fugaz mirada de interés, probablemente debido a sus ropas harapientas y su aspecto cansado, derrotado. Lo podía notar en la atmósfera, que pesaba, pesaba sobre sus hombros. La sensación que embargaba cada parte de su ser era la de vivir en un eterno bucle. Siempre viajando, caminando, observando y aguardando con la esperanza como único destino. Días como ese habían tenido lugar una y otra vez, pero había llegado al momento de  llegar al final, de cometer un acto de fe. Caminaba lento, pero decidido. Sus pasos, no eran guiados por su voluntad sino por la inercia de su propia vida, de su propia historia. Lo que estaba a punto de suceder no lo podría haber evitado, aun queriendo hacerlo. Era necesario. Era su destino.

Unos murmullos de asombro comenzaron a inundar el lugar. La gente, que hasta hacía unos instantes caminaba con prisa y determinación, comenzó a detenerse y a permanecer inmóvil, inquietos por intuir lo que estaba a punto de ocurrir, pero sintiéndose completamente incapaces de reaccionar, de intervenir ante una situación tan inesperada, que alteraba por completo la cotidianeidad de sus vidas.

-Eh, mirad a ese tio-. La multitud comenzó a acercarse, cada vez más rápido a medida que salían de su asombro y adquirían un actitud resolutiva, pero ya era demasiado tarde. Nuestro desaliñado hombre había perdido por completo la percepción de su entorno, no escuchaba las exclamaciones de sorpresa, que comenzaban a tornarse en gritos de pánico por parte de la multitud al adivinar sus intenciones. Tan sólo caminaba, directo al precipicio. Caminaba a través de su propio andén aunque nadie más que él podía verlo. Nadie podía entenderlo. Dos hombres comenzaron a correr para detenerlo, pero ni siquiera lograron acercarse antes de que diera el primer paso en falso. Un tren se aproximaba veloz, ajeno a las circunstancias, ajeno a las miserias de los hombres. Se deslizaba por las vías de la misma manera que hacía tan solo unos intantes toda aquella multitud seguía su propio camino, sin fijarse en nada ni en nadie, con la mirada clavada en su propio destino.

El hombre se abandonó al vacío, ni siquiera llegó a tocar las vías, ya que el tren atravesó el lugar arrasando con todo, pero otorgándole algo más valioso que todo cuanto pudiera haberle arrebatado. Paz. Una luz cegadora envolvió todo su ser, que ya era uno con la nada. El resplandor se disipaba progresivamente, perfilando una silueta que, al margen de cualquier explicación, le transmitía una inenarrable sensación de paz. Lo primero que vio fue una hermosa sonrisa. Lo segundo, unos hermosos mechones de pelo rubio, que ondeaban con suavidad sobre unos hombros firmes y delicados. Entonces la verdad se reveló ante él y le inundó por completo, acomodándose en los rincones más vacíos de su alma. Había llegado el final de aquél eterno viaje, de aquél eterno sinsentido. Esa mirada y esa sonrisa que le recibían con cariño en mitad de toda aquella oscuridad, le descubrieron una verdad ansiada, soñada durante largas noches en el camino, y es que por fin, después de tanto tiempo, había subido a su tren.